“Si no fuera por las vacas, me hubiera ido también”, admite el israelí Marcelo Wasser, nacido en Buenos Aires hace 65 años. “Hemos perdido la seguridad personal. El ejército llegó muy tarde”, recuerda la mañana del 7 de octubre, cuando 50 milicianos de Hamás asaltaron el kibutz (cooperativa agrícola) Nirim, a 135 kilómetros al sur de Tel Aviv, donde mataron a cinco personas y secuestraron a otras cuatro. Ataviado a todas horas con chaleco protector antimetralla, Wasser es el único de los 500 habitantes del kibutz que permanece al frente de la granja lechera al cuidado de más de 600 vacas de raza Holstein y unos 350 terneros. Nirim es ahora zona de guerra, un perímetro militar cerrado en cuyos accesos se alinean carros de combate y piezas de artillería.
“Nunca había pensado en marcharme a vivir a Tel Aviv o a otro lugar, ni en pedo”, expresa un rechazo tajante con la potente locución de Argentina, de donde salió con 18 años, meses después del golpe militar de 1976. “Nunca había tenido miedo en Israel. Nunca pensé que podía pasar todo esto. Antes caían cohetes de tiempo en tiempo”, recuerda anteriores conflictos en la franja palestina, “pero una matanza masiva, como la ocurrida en el festival musical Supernova, a 15 kilómetros de este kibutz, era algo inconcebible”.
“Vivimos con miedo”, reconoce este veterano soldado de la guerra de Líbano de 1982. “A mi edad, estoy pensando que tal vez sea ya el momento de retirarse y empezar otra vida después de más de 40 años en el tambo [granja lechera]. Pero no voy a decidir nada mientras esta guerra no termine”, confiesa en el despacho de la planta baja del edificio central de la granja. Wasser, gerente de la finca agraria, había iniciado la conversación en la oficina principal de la primera planta, pero aconsejó proseguirla en un lugar más cercano al refugio antiaéreo, un iglú de hormigón armado en el patio exterior.
Vea la última entrevista entrevista que TodoAgro TV le realizó a Marcelo Wasser en la que suena la alarma que indica refugiarse ante un inminente ataque desde Gaza.
A los ocho minutos de reiniciada la charla, salta la alarma de su móvil, mientras destella una luz roja intermitente. “Tenemos 10 segundos, mejor ocho; estamos a menos de dos kilómetros de la frontera de Gaza”, advierte mientras se dirige con paso firme hacia el refugio y llegan a la carrera los cuatro voluntarios que en ese momento le ayudan en la granja y el fotógrafo que acompaña a este enviado especial. Poco después se escuchan varios impactos secos a decenas de metros de distancia.
Es rutina para Marcelo Wasser. “Estoy en una disyuntiva: seguir con esto o cambiar”, reitera su duda existencial. “La vida ahora es así, bajo las bombas, lo acabamos de ver. Para mí, son entre cinco y 10 carreras hacia el refugio al día”, argumenta pausado poco más tarde, mientras pasea confiado, con la mirada puesta en los establos. “En el kibutz, propietario de la granja cooperativa, me pidieron que me quedara. Es un tema bastante delicado para mí. En la situación en la que estamos me planteo si debo empezar otra vida con mi esposa, ya jubilada a los 62 años y también de origen argentino”, reflexiona en voz alta el último del kibutz Mirim.
Marcelo Wasser llegó a este confín de la frontera de Gaza tras abandonar los estudios de Medicina a los 18 años para hacer la aliyá, la inmigración que garantiza la nacionalidad israelí a todos los judíos del mundo. Le pusieron a limpiar estiércol en la granja del kibutz y, tras prestar servicio militar como camillero durante casi tres años, estudió Economía y se incorporó a la dirección de la cooperativa. Desde hace tres décadas es el gerente. “Eran otros tiempos, de esfuerzo colectivo. Ahora todo ha sido privatizado”, aclara.
“En Israel se instalaban los kibutz con granjas en zonas fronterizas por razones estratégicas”, explica. “Cuando tienes animales a tu cuidado, no puedes moverte con la misma facilidad y es menos probable que te vayas. Las vacas no pueden salir corriendo y la población se asienta”, detalla con un guiño. Destaca los fuertes lazos de apoyo mutuo en gastos de educación y sanidad entre quienes siguen habitando el kibutz. “Mantenemos un alto grado de solidaridad. Antes aportábamos el 36% de nuestro salario al fondo común, ahora se limita a 2.500 shéqueles (unos 590 euros) por familia al mes la contribución para los servicios de la comunidad”.
“Esta hacienda lechera es mi vida, pero hace un mes estuve a punto de perderla aquí mismo”, sentencia mientras menea la cabeza. “El día 6 de octubre celebrábamos el 78º aniversario de la fundación del kibutz. Vinieron dos de mis hijos y uno de mis nietos para pasar conmigo la noche del sabbat”, rememora. A las 6.30 de la mañana siguiente se activaron las alarmas antiaéreas. “Estamos acostumbrados. Bajamos a la habitación segura de mi casa. Pero era impresionante, no dejaban de caer proyectiles”.
Llamadas de auxilio
Los trabajadores agrícolas tailandeses lo alertaron. “Me subí al carrito de golf eléctrico que uso para desplazarme por el kibutz”, dice. Había una docena de vacas muertas y muchas otras heridas, por lo que les dijo a los empleados asiáticos que se escondieran en el refugio con agua y comida y regresaron a su casa. Todavía no sabíamos lo que estaba pasando. Luego conectó su celular y comenzó a darse cuenta de lo que estaba pasando en Nirim.
“Me pasó algo extraordinario. Escuchaba dentro de mi cabeza las voces de las llamadas de auxilio que leía en los mensajes de texto”, recuerda. “Dijeron: por favor envíen ayuda. Que venga la gente de seguridad. Están disparando en mi casa. Quieren romper la puerta de la habitación segura. Lo están quemando. Entra humo”.
“Me di cuenta de que lo que había pasado era excepcional y exclamé: ‘La (sic) puta madre’. Acabo de ser salva”, se conmueve con los recuerdos. “Más tarde supimos que había 50 terroristas merodeando en Nirim. Estuvimos escondidos casi 12 horas, hasta que el ejército nos sacó”. En el cercano kibutz Nir Oz, con 400 habitantes, uno de cada cuatro fue declarado muerto o desaparecido. Entre los más de 5.000 jóvenes que bailaron la madrugada en el festival de música Supernova, hubo cientos de víctimas mortales y decenas de secuestrados.
En Nirim sólo queda Marcelo Wasser, quien se turna para administrar la finca con su adjunto para poder descansar unos días a la semana con su esposa, en un departamento en la zona de Tel Aviv que le han prestado amigos. También permanece en la periferia del recinto, junto con las tropas, un responsable de las relaciones entre el kibutz y el ejército, que ha colocado puestos de control y barricadas en las carreteras de la zona.
“¿Volver a Argentina? No, no… hay mucha inseguridad ahí”, bromea. “Me gusta mucho mi patria… el dulce de leche, el mate -lo toma mi esposa-, el vino de Mendoza -yo lo tomo-, el idioma, pero… me quedaré en Israel, aunque en otro lugar. No te preocupes”. Wasser asegura que permanece en la lechería “por profesionalismo y responsabilidad” y “por los voluntarios que vienen de las ciudades a ayudar”. «Ellos se la juegan. «Yo también», concluye sombríamente, «pero vienen unos días y se van, y yo sigo casi todo el tiempo».
Mirim era un kibutz de la izquierda sionista. “También pensé que se podría hacer la paz. En 1992 voté por el partido Meretz (izquierda pacifista) para apoyar el plan del laborista Isaac Rabin para los Acuerdos de Oslo. Ahora siento que me han traicionado. Pero no es así. Al parecer me equivoqué”, se pregunta. “Con Hamás ya no se puede hacer nada, sólo eliminarlos”, zanja la cuestión. “Con la Autoridad Nacional Palestina tal vez sea posible. Hago negocios con palestinos de Cisjordania. Les vendo vacas. Me piden consejo para sus proyectos. Pero después de lo sucedido, la confianza se ha roto. He discutido antes con muchos israelíes para defender que se debe dar una oportunidad a la paz. Pero el 7 de octubre vinieron al kibutz a matar gente”.
“Esta es la situación más difícil de mi vida. “No se puede vivir con ese miedo”, reconoce el último de Nirim. “Ya no sé si encontraré un arma apuntándome cuando regrese a casa. «Estoy pensando en irme».
Fuente: Diario el País de España ( www.elpais.com )